lunes, 18 de junio de 2018

Sin más

Así es la vida,
así de tierna y hermosa es la vida,
dulce, cariñosa, bonita,
con efímeros momentos que te atrapan,
así de plena, así de tierna,
con sus pequeños derroches de imaginación,
con sus estupideces y su dolor,
con su nítida desolación,
con su muerte y su pasión.
Así es la vida,
valiente, relajada,
completa, rota, vacía y entera,
llena de heridas abiertas que no se quieren cerrar,
mil pedazos de una historia
que no terminan de encajar
ni aquí
ni en ningún otro lugar,
pero es la vida
que es así,
dulce, pútrida, tierna y muerta
y ¿qué más da?
Así es la vida, ya sabes,
y ahora
no me pidas más
de lo que he dado ya
porque nada
me queda en los bolsillos que dar,
nada salvo un poco más de esta apagada vida,
suave, ruda y desigual.

jueves, 26 de abril de 2018

El pez que quería ser pájaro (Historias de Carola)


Recuerdo que un día me metí en mi cuarto y cerré la puerta de un golpe, para que nadie me molestara. Aquél día me había enfadado mucho porque ni papá y ni mamá podían llevarme al parque y yo quería ser más grande para irme solo a jugar, así que, para animarme, Carola me contó el cuento de…

El pez que quería ser pájaro.

Hace muchos, pero que muchos años, demasiados como para recordar cuándo pasó ciertamente, nació, de un pequeño huevecito, un pez que quería ser pájaro.

Todo ocurrió en el lecho de un lejano mar, no demasiado profundo.

Allí abajo nació un diminuto pez, junto a sus doscientos noventa y nueve hermanos y hermanas, de uno de los trescientos minúsculos huevecitos que su mamá había puesto entre unas rocas del fondo marino, muy cerca de un frondoso jardín de algas deliciosas, justo al lado de una preciosa montaña decorada con corales y conchas de hermosos y brillantes tonos.

Desde aquel precioso hogar podía ver la inmensidad del mar abierto, con sus distintos verdes y azules, la gran diversidad de peces de tantas formas y colores, la maravilla de los rayos del sol atravesando las tranquilas aguas y la delicadeza de los bailes de las algas, mecidas por las suaves corrientes.

Todo era perfecto, todo era hermoso, todo era como tenía que ser.

Bueno, en realidad no todo era como debía porque, de aquellos trescientos pequeños huevecitos de los que habían salido trescientos diminutos pececillos, uno, solamente uno de ellos, el protagonista de este cuento, había nacido distinto, o al menos eso sentía él.

Desde el principio de su vida, Tuín, que así se llamaba, había sentido que el mar era demasiado pequeño.

El mundo tenía que ser mucho más grande, ya que, a pesar de su diminuto tamaño, necesitaba conocer mucho más que aquel líquido infinito, por muchos azules y verdes que tuviese.

Por mucho que sus hermanos y hermanas tratasen de convencerlo, Tuín no hacía caso y, poco a poco, dejó de jugar con el resto de pececillos y se buscó un pequeño agujero, en un saliente de la montaña, donde refugiarse para pensar en sus cosas.

Así fueron pasando los días, y los días dieron paso a las semanas, estas a los meses y aquellos a los años...y Tuín seguía escondiéndose cada vez que oía a alguno de sus hermanos acercarse.

Una mañana, cuando nuestro pececillo aún dormía escondido en su hueco, un extraño ruido, parecido a un grito, pasó como una exhalación muy cerca de su escondite. Tal fue el sobresalto de Tuín que se despertó con las escamas de punta del escalofrío.

Cuando recobró el aliento, se asomó con sigilo para ver qué había hecho aquel ruido, sin embargo, solo pudo ver lo que parecía una flecha de brillante plata dirigiéndose directamente hacia el sol.

Un montón de burbujas, mucha espuma y, de pronto, silencio absoluto.

“¿Qué era eso?”- se preguntó Tuín, un poco asustado pero muy intrigado.

Pasó todo el día pensando varias respuestas, se le ocurrían infinitas posibilidades: tal vez era un pez súper rápido, tal vez era un extraño rayo provocado por una nube que se había puesto a bucear, tal vez era…

Ninguna de sus ideas le parecía buena y, aunque no quería jugar con sus hermanos y hermanas, decidió salir de su escondite y preguntarles si habían visto lo mismo que él.

Hay que explicar que Tuín, a pesar de ser un poco huraño debido a vivir durante tanto tiempo aislado, era tan concienzudo que le preguntó a todos sus hermanos y a todas sus hermanas sobre aquél fenómeno, pero nadie había visto nada de lo que él les describía. Al llegar la noche, Tuín decidió volver, sin respuestas, a su escondite.

Decidido a descubrir qué era aquello que lo había despertado, quiso quedarse despierto toda la noche pero, asomado a la entrada de su rinconcito, los rayos de luna que se deslizaban hacia el fondo, mecidos por las suaves olas, le empezaron a adormilar y, finalmente, quedó profundamente dormido.

Se despertó con un sobresalto, asustado por un chasquido intenso que pasó casi rozando su naricita, llenando todo de brillantes destellos de luz.

Tal fue el susto que se llevó que, de un brinco, se estampó contra el fondo de su cueva y quedó tan desorientado que no pudo salir a ver aquel extraño objeto hasta que ya era demasiado tarde y sólo quedaban unas cuantas burbujitas que señalaban el camino por donde había salido del mar aquél rayo.

“¡Menudo desastre!”-pensaba Tuín, enfadado por no haber descubierto el enigma, así que se metió en su cueva y no volvió a salir en todo el día.

No salió ni para desayunar, ni para comer, ni para merendar y, a la hora de cenar, algunos de sus hermanos y hermanas, con mucha preocupación por si le había pasado algo, le llamaron para que saliese a comer con ellos o a jugar o, simplemente, a estirar las aletas, a lo que él contestó con un grito:

-¡No quiero, no quiero, no quiero!

Varios días pasaron mientras Tuín, cada vez más enfadado, pensaba la manera de descubrir qué era aquella extraña figura resplandeciente pero, cada noche, un poco antes de que volviese la fulgurante figura, se quedaba profundamente dormido.

El enfado se fue, pero su corazón se llenó de una profunda tristeza; aquellos primeros días de su vida en los que había deseado conocer otros mundos se habían olvidado, su cabeza sólo podía pensar en aquél secreto indescifrable.

Al final la pena pudo con él y se dejó llevar, completamente abatido, hacia el fondo de su cueva, para no volver a salir nunca más.

Pero nunca es demasiado tiempo, nunca es tanto tiempo que ni el propio tiempo sabe hasta cuándo puede durar, nunca es algo que nadie debe esperar y, por fin, una mañana en la que Tuín permanecía oculto entre las sombras de su rincón, escuchó una voz que le llamaba:

-Ven Tuín, ven a descubrir.

Era una voz familiar, una voz que parecía sobresalir de entre un zumbido estremecedor, una dulce voz que reconocía a pesar del estruendo que se acercaba a su entrada, una voz que le empujó a salir de su oscuridad.

De repente, una aleta plateada lo envolvió y lo llevó consigo dentro de un torbellino de ruidos, destellos plateados y  millones de burbujas, y Tuín cerró los ojos asustado y empezó a nadar con todas sus fuerzas.

Trataba de nadar hacia abajo, pero algo le empujaba hacia el lado contrario, trató de escapar por un lado y por el otro, pero chocaba cada vez que lo intentaba.

Sólo le quedaba una salida, ir hacia arriba, hacia donde le llevaba aquél monstruo que lo había sacado de su silencio.

Así que nadó. Nadó con fuerza hacia arriba. Tan fuerte nadó que llegó a la punta de torbellino. Tan fuerte siguió nadando que logró salir del encierro y, cuando ya se sintió libre y a salvo, miró hacia atrás para ver qué era aquel ser que quiso devorarlo.

Trescientas figuras de plata, como trescientas pequeñas flechas, en perfecta formación, lanzadas desde el fondo del mar, nadaban hacia él y, delante de todas, nadaba su madre, la voz que le llamó, la voz que le rescató de su soledad.

Por fin lo entendió: aquella ráfaga que cada mañana le despertaba eran sus doscientos noventa y nueve hermanos y hermanas nadando a toda velocidad junto a su madre.

Tuín, ahora feliz, decidió unirse al juego pero, lo que no sabía es lo que iba a suceder. Tanto y tanto estaba disfrutando de aquél veloz viaje que, sin apenas darse cuenta, estaba llegando al final del mar, al borde que separaba lo conocido de lo desconocido, estaba a punto de salir a la superficie.

Entonces miró a su madre, quien le devolvió la mirada con una sonrisa llena de comprensión, y la vio desplegar unas aletas poderosas, largas y anchas, tan grandes que parecían alas.

Al mirar a su alrededor, descubrió que todo el grupo hacía lo mismo y, sin darse cuenta, justo en el preciso instante en que su cuerpo salió disparado del mar, atravesando olas y espuma, abrió sus aletas y comenzó a volar.

Desde aquella mañana, Tuín no volvió a su cueva, nunca más se sintió distinto y comprendió que, tan sólo, hay que tener paciencia y esperar a crecer para que las cosas sucedan cuando tiene que ser.

miércoles, 25 de abril de 2018

El árbol solitario (Historias de Carola)


Hay quien dice que el viento no es más que la acción de las distintas presiones atmosféricas sobre el aire, que tienen su origen en las distintas temperaturas a las que queda expuesto nuestro planeta…esto puede ser cierto, no lo pongo en duda, sin embargo, Carola me contó una historia que lo explica de otra forma y, sinceramente, me parece más bonita:

El árbol solitario

Esta historia sucedió hace mucho, pero que mucho tiempo, ¿qué digo mucho?, muchísimo tiempo, cuando nada existía sobre nuestro planeta salvo agua y tierra y un aire quieto que todo lo envolvía.

El sol, la luna y las estrellas daban vueltas y más vueltas alrededor de este triste paisaje, una y otra vez, pero nada cambiaba.

Así pasaban las dulces primaveras, los secos veranos, los húmedos otoños y los fríos inviernos hasta que, una mañana, al despertar el sol y acariciar con sus cálidos rayos la blanca nieve que cubría la tierra, descubrió una tímida florecilla acompañada de una diminuta hojita verde.

El sol pasó todas las mañanas sobre la tierna florecilla y, ésta, envuelta en aire y rodeada tan sólo de tierra y agua, crecía cada noche un poco más, con la luna y las estrellas cuidando de sus sueños.

Tanto tiempo pasó aquella florecilla mirando al cielo y deseando alcanzar aquellas bellas luces que no se daba cuenta de su soledad.

Pasaron las estaciones y con ellas los años, y la pequeña plantita siguió creciendo hasta convertirse en un gran árbol, con poderosas ramas que se extendían hacia todos lados, llenas de grandes hojas.

Un hermoso día de una bella primavera, aquél inmenso árbol sintió algo raro en sus ramas y, al mirar hacia sus poderosas extremidades, descubrió que, entre sus verdes hojas, asomaban miles de hermosas florecillas de distintos colores.

Tan contento se puso, al pensar que las estrellas habían decidido bajar hasta él, que empezó a agitarse con todas sus fuerzas.

Tanto y tanto se agitó, tanto y tanto movía sus ramas cubiertas de grandes hojas y bellas flores que, poco a poco, el aire que envolvía aquél inmenso gigante comenzó a moverse.

Al principio surgió una pequeña brisa, un pequeño y tímido soplo que corría desde el poderoso tronco hasta la frondosa copa de aquel majestuoso árbol, provocando unas cosquillas que le animaban a seguir moviéndose.

Poco a poco, aquella ligera brisa fue creciendo  hasta convertirse en un viento que, empujado desde la punta de sus hojas, comenzó a alejarse del gigante verde en todas direcciones.

Aquella sensación le encantaba y no quería dejar de moverse, sin embargo, tanto se agitaba que, al final, las preciosas florecillas que adornaban sus ramas comenzaron a desprenderse y alejarse, llevadas por el viento, salpicando el suelo que lo rodeaba hasta más allá de lo que sus ojos lograban ver.

Cuando el árbol se dio cuenta, era demasiado tarde; había estado agitándose tantos y tantos días que el viento había dado varias vueltas completas al mundo pero ya ninguna flor adornaba sus ramas.

Tan triste se puso el árbol que dejó de moverse y se encogió de pena.

Pasaron los días y los meses, pasó la primavera y también pasó el verano y, como es normal, llegó el otoño.

El árbol tenía tanta pena que, en vez de lágrimas, sus hojas comenzaron a caer al suelo, y sus grandes y verdes ramas se quedaron desnudas.

El viento había cesado ya cuando llegó el invierno y lo cubrió todo con su blanco y frío manto, haciendo que el poderoso gigante, otro tiempo lleno de energía y ánimo, quedase profundamente dormido.

Los días y las noches pasaban despacio y aquél solitario y deshojado árbol no despertaba.

Sólo una vez, durante aquella estación desoladora, abrió los ojos; se despertó al escuchar un crujido pero, al ver en el suelo una de sus ramas que había cedido por el peso de la nieve, decidió volver a cerrarlos y seguir durmiendo para soñar con las estrellas que habían jugado entre sus hojas.

Pero el frío pasó y, de nuevo, llegó la primavera y, con ella, llegaron las caricias del sol que trataba de animar al solitario árbol.

Poco a poco, los rayos del poderoso astro fueron deshaciendo la nieve del suelo y de sus ramas, pero el árbol no quería despertar.

La luna y las estrellas trataban también de ayudar a que el gigante abriese los ojos, brillando con fuerza durante las noches, pero nada parecía servir.

Un día, cuando la primavera ya casi estaba terminando, aquél gigante solitario, aquél árbol inmensamente triste, abrió ligeramente los ojos.

Al principio, sólo los abrió un poquito, ya que el brillo del sol le molestaba mucho pero, poco a poco, se fue desperezando y, cuando por fin abrió del todo los ojos, vio su reflejo sobre un riachuelo que pasaba a su lado.

De nuevo sus ramas estaban cubiertas de enormes hojas verdes y, además, las florecillas que parecían estrellas habían regresado.

No lo podía creer, aquello era maravilloso, miles de colores adornaban de nuevo sus brazos.

Volvió a erguirse, como el gigante verde que había sido siempre, grande, vivo y feliz, y, al hacerlo, descubrió un millón de pequeñas flores que salpicaban la tierra a su alrededor y más allá.

Hasta donde llegaba su mirada se había transformado en un mar de verde paisaje, poblado de infinitos rojos, azules y amarillos puntitos de color, como si las estrellas que un año antes se habían desprendido de sus ramas, hubiesen aterrizado en el suelo para convertirse en plantitas que crecerían para ser árboles, como él.

Tan y tan contento se puso al ver tanta compañía que, de nuevo, comenzó a vibrar de alegría y, al agitar sus ramas, las hojas volvieron a crear el viento, un viento que aún perdura, un viento que mueve estrellas, un viento que llena de vida la tierra, un viento en el que, si escuchas atentamente, oirás la alegría de aquél inmenso árbol.

Dicen que el árbol sigue vivo, sobresaliendo por encima del resto, en medio de un inmenso y frondoso bosque, con una altura casi capaz de alcanzar las estrellas y, cada vez que se estira para tratar de tocarlas, mueve sus hojas y produce olas de viento que vuelven a recorrer el mundo.

martes, 24 de abril de 2018

El encuentro (Historias de Carola)

Cuando era niño, mucho antes de aprender a leer y, por supuesto, mucho antes de saber escribir, encontré una caracola en la orilla del mar.

Aquel verano había ido a pasar unos días con mis abuelos, en un pueblo costero. Todo olía a mar y a vacaciones, y cada mañana, al despertar, me ponía el bañador, desayunaba leche con veinte galletas, tal vez no eran tantas, a lo mejor solo eran seis o siete, pero recuerdo que, con la barriga llena, saltaba de la mesa corriendo a todo correr hasta el armario de las toallas...pero siempre me decían mis abuelos lo mismo:

  • No corras tanto y vete al baño, que los dientes sucios no le gustan al ratón Pérez.

Aquello era cierto, como todo lo que dicen las personas mayores, ya que un día, un diente feo, muy feo, algo negro y roído, con un poco de caries, se me calló y, a pesar de ponerlo debajo de la almohada varios días, no logré que el señor Pérez me dejará ni una moneda, y eso que, incluso, lo pinte con una tiza de la escuela para que pareciese menos estropeado.

En fin, a lo que iba, una mañana, ya en la playa, estaba haciendo el mejor de los castillos de arena que nadie había hecho jamás, ocho torres bien alineadas, murallas dobles, un puente levadizo, caballeros entrando por el gran portón, un salón del reino con trofeos, ..., bueno, en realidad no era tan tan tan grande, pero era mi castillito de arena, y era precioso.

Apareció por allí un niño jugando a la pelota, yo seguía enfrascado en hacer la primera torre, el niño iba despistado mirando al balón, yo despistado mirando la arena, el balón despistado mirando las olas y, de repente, el niño tropezó conmigo, el balón salió despedido hacia una señora que tomaba el sol, mi torre se derrumbó y, en aquel caos, mi cara acabó aplastada contra la arena: menudo desastre.

Cuando logré quitarme toda la arena de los ojos, el balón ya no estaba, el niño había desaparecido, la señora se había puesto en pie y gritaba al viento y mi reino había desaparecido, enterrado en las arenas del tiempo.

Fue, en ese momento, cuando encontré la mejor de las mejores maravillas que nadie ha encontrado nunca jamás: una caracola cuentahistorias.

En realidad, yo no sabía que era una caracola cuentahistorias. Vi algo brillante en la orilla y, al acercarme, me di cuenta de que era una preciosa caracola blanca, tan grande como mi mano y, encantado con mi descubrimiento, la cogí y fui corriendo a enseñársela a mi abuela que, al verla, me dijo:

  • Si te la pones junto a la oreja, escucharás las olas el mar en su interior.

Así hice y, para mi sorpresa, la caracola parecía contener todo un océano dentro. Yo miré y miré por el agujero tanto como pude, la sacudí, la observé, la puse contra el sol, la froté en la toalla, todo para tratar de sacar aquel mar de su interior, pero nada de lo que hacía daba resultado, el sonido de las olas seguía allí dentro, como si fuera magia.

Mis abuelos miraban cada uno de mis intentos y se reían, con cariño, con cada uno de mis fracasos. Algo en sus ojos me decía que ellos tenían claro que no lograría que la caracola dejase de sonar, pero algo en los míos les decía que no dejaría de intentarlo, hasta que, un poquito enfadado y un poquito hambriento, dejé la Concha a un lado y les dije a mis abuelos:

  • Creo que voy a dejarlo por ahora, solo un ratito. Después de comer seguiré intentándolo.
  • Claro,- respondió mi abuelo- eres tan cabezota como tu papá.
  • Sí,- dijo mi abuela entre risas- y tu papá es tan tozudo como tu abuelo.

La comida que llevábamos a la playa era todo un festín. De una cesta gigante, salían platos de croquetas, de empanadillas, de filetes rusos, de huevos duros, de tortilla de patata,..., todos ellos envueltos, con precisión, en trozos de papel de plata. Aquella era la mejor de las comidas del mundo mundial.

Aquel día, después de comer, me quedé dormido bajo la sombrilla de mil colores que mi abuelo había clavado en el mejor sitio de la playa, ni muy cerca ni muy lejos de la orilla, y soñé mil formas de vaciar de olas mi preciosa concha, aunque ni en sueños logré sacar el mar de su profundo y oscuro interior de espiral.

Me desperté con tanto calor que le pregunté a mi abuela si podía bañarme y ella me dijo que ya había pasado una hora y media desde que había comido, así que no se me cortaría la digestión por darme un chapuzón:

  • ...pero, lo primero de todo,- dijo con vehemencia mi abuelo- mójate los pies y los brazos, y luego la nuca y la barriga, no vaya a ser...

Después de seguir aquellas indicaciones, me puse a chapotear bajo la atenta mirada de mis abuelos, que estaban de pie, en la orilla, como si pensasen que me iba a marchar nadando a otro sitio. Después de un buen rato, salí del agua, tiritando de frío, y me lancé, a la tocaya que sostenía mi abuelo, para secarme.

Poco después, ya seco y calentito, empezaron a recoger todas las cosas que habíamos llevado.

  • No olvides coger el cubo y el rastrillo, a no ser que quieras dejarlo aquí para otros niños.
  • ¿Puedo llevarme mi caracola?
  • ¿Tu caracola?- preguntó mi abuela- ¿qué caracola?

No lo podía creer, la caracola que había encontrado, mi preciosa caracola blanca, la misma caracola que había tratado de vaciar de olas, la caracola más preciosa del mundo mundial había desaparecido, más aún, nunca había existido. ¿Habría sido todo aquello fruto de mi imaginación?

Traté de explicarles, de hacerles recordar, de convencerles, pero ellos solo me decían que habría sido un sueño, que me lo había imaginado.

-Comiste mucho e hizo mucho calor, tenías la cabeza funcionando a toda máquina mientras dormías- trataron de animarme mis abuelos, sin éxito.- Mañana buscaremos alguna caracola, pero hoy hay que volver a casa ya, que se hace tarde y empieza a hacer frío.

Al regresar a casa era casi la hora de cenar, me duché para quitarme el salitre y me puse el pijama. Después de tomar un buen tazón de leche con cacao y un trozo de pan con mantequilla me fui a lavar los dientes y, sin más, me metí en la cama para dormir.

Un extraño ruido me hizo despertar en mitad de la noche. Al principio pensaba que era el viento que soplaba contra las ventanas, pero no se movía ni una de las ramas de los árboles que estaban al otro lado de la calle. Luego pensé que aquel ruido pudo ser otro sueño, así que cerré los ojos e intenté dormir. Entonces volví a oír aquel sonido, más fuerte que antes. Era un golpe seco, seguido de un pequeño arañazo y algo parecido a un suspiro.

Un poco asustado, pero dispuesto a saber qué era lo que me había despertado, encendí la luz de la mesita para sorprender al causante de aquel siniestro y sigiloso sonido y, al hacerlo, mi mano tropezó con un extraño objeto que cayó al suelo. Al mirar bajo la cama, descubrí algo que me dejó con los ojos abiertos como platos: la caracola blanca más bonita del mundo mundial, mi preciosa caracola.

La cogí como quien encuentra un tesoro y me la acerqué al oído para comprobar si las olas seguían allí y, para mí tranquilidad, ahí estaban. ¡Qué contento me puse! Tanto que dieron ganas de gritar a mis abuelos para que viesen mi hallazgo, sin embargo, recordé que era muy tarde y que, a fin de cuentas, la sorpresa podría esperar hasta el día siguiente. Apoyé la caracola sobre la almohada, para escuchar el mar, y me dispuse a dormir.

Fue en ese instante, justo al apagar la luz de la mesita, cuando, como por arte de magia, un extraño fulgor, un brillo blanco, un destello intensamente cálido comenzó a salir de la abertura de la caracola, como si alguien hubiese encendido una bombilla en su interior.

  • ¿Hola?- dijo una voz.
  • ¿Quién eres?- pregunté en voz baja.
  • Soy Carola, ¿y tú?, ¿no serás tú quien me ha zarandeado todo el día?, ¿sabes cómo tengo de desordenada mi casa?
  • Perdona, no sabía que estabas ahí...-traté de disculparme.
  • ¿Ah, no?- respondió la voz con tono burlón- ¿Quién pensabas que roncaba dentro?

¿Ronquidos? Esa sí que era buena, yo no había escuchado ningún ronquido, solamente se oían las olas del mar.

  • Claro, eres un niño-continuó Carola- y, por lo que veo, no pareces muy listo...
  • ¡Oye! Sí que soy listo, y mucho- respondí algo enfadado- lo que pasa es que sólo he escuchado las olas del mar.
  • ¿Y qué crees que es ese ruido? ¿Acaso no sabes que el sonido de las olas es el eco de los ronquidos de todos los animales que vivimos en el fondo marino?

A decir verdad, yo nunca había imaginado algo tan gracioso pero, si eso era cierto, tuve que molestar mucho a aquella hermosa caracola, porque con la de meneos que le di por la mañana...

Poco a poco fuimos hablando, no recuerdo las veces que le pedí perdón por mi desconocimiento, pero fueron tantas y tan sinceras que, al final, Carola me perdonó y me contó un secreto.

  • Las caracolas somos unas dormilonas de cuidado, durante el día portamos el sonido del mar, ya que nuestro sueño se rige por el sol y, en cuanto aparecen los primeros rayos, nosotras nos quedamos profundamente dormidas y comenzamos a roncar en sintonía unas con otras.

Me habló de las tempestades y de los mares en calma y de las olas gigantes y de las olas inapreciables, me habló de mares cristalinos y de la mar picada y de la estrecha relación de aquellos con los distintos tipos de sueños que tenían las caracolas.

Hablamos y hablamos casi toda la noche, ella dentro de su concha, poniendo orden y barriendo la arena, y yo dentro de la cama.

De pronto mi boca se abrió en un gigantesco bostezo, ya eran muy muy muy tarde, y, seguido al mío, llegó uno más largo desde dentro de la caracola.

  • Me está entrando el sueño,- dijo Carola- creo que pronto saldrá el sol. Creo que voy a callarme para que puedas dormir un ratito, pero, antes de hacerlo, debo pedirte un favor.

Carola me pidió que no le contase a nadie ninguna de las verdades que me había dicho durante la noche, pues temía que, las personas malas de este mundo quisieran cazar a todas las caracolas para luego poder venderlas y hacerse ricos.

  • Por supuesto, cuenta conmigo- le dije sin pensarlo.
  • A cambio de tu discreción, yo te contaré, cada noche, una historia del mar.

Y así, desde aquella noche, Carola y yo nos hicimos muy amigos, tanto que, aún ahora, cada mañana, acerco, con mucho cuidado, la blanca caracola a mi oreja para escuchar las olas del mar.