jueves, 10 de julio de 2014

Alma terminal

Nada hay como la soledad para recordar que la compañía es una dulce y acogedora sensación que apenas entendemos cuando está.

Un nuevo día se desprende de su manto mortecino, reservando, a pocos pasos, su luto ceremonial, para cuando vuelva a ser preciso.
Abierta la ventana, dejando que la luz sinuosa de un amanecer encapotado trate de recuperar el aliento tras una cortina roída en la oscuridad violenta de una desesperante soledad, se asoma a la ciudad una lacrimosa tez de porcelana, envejecida por la edad y la violencia, contemplando el tiempo que ha venir para llevarse sus penas y viendo que no hay nada en el horizonte y que nunca lo habrá.
Las farolas se apagan poco a poco y con ellas, sin sentido y sin permiso, sus esperanzas viajan hacia el rincón donde anida la oscuridad cuando la negra noche escapa de la ciudad.
Unos pasos pasados, una palabras huidas, un portazo en la pared, retumbando como un eco imborrable en su memoria, eso es todo lo que queda en su habitación, eso y las señales en su cara y en sus manos, y acaso en su mirada de ayer, porque hoy ya no sabe qué ser o qué no ser.
Nada tiene solución, ahora ya es tarde, la vida gris comienza a despertar entre bostezos y nadie se ha detenido por su presencia o por su ausencia, porque a nadie le interesó nunca preocuparse por aquella triste alma nómada que vagabundeaba por los resquicios de los portales, escondiéndose de las miradas ajenas, evitando a toda costa nacer en la retina de quién la podría matar.
La muerte no la asustaba, soñaba cada noche con ella, transportada a un mundo donde la angustia desaparecía y la ilusión volvía, correteando como un perrillo, a su regazo, recuperando lo bueno que un día existió en su corazón, descubriendo al fin la ingenuidad de la infancia y despertando los sentimientos que nunca la dejaron aceptar. No le asustaba, lo único que le impedía morir era su miedo a vivir sabiendo que nada había hecho en su vida, nada excepto sentir sin ser sentida.
Por eso aquella noche quiso gritarle al mundo, contarle de su existencia, hacer partícipe al viento de sus tormentos y lo hizo, con tanta rabia, con tanto rencor, con la frustración de todos aquellos años encerrada en un llanto que clamaba atención, que llamaba a las puertas de sus vecinos con colérica enajenación y cruzaba de patio en patio, recorriendo las nucas durmientes como un escalofrío de razón desrazonada, como el trotar desbocado de un de un espoleado caballo fantasmal.
Y así, aquella noche de lamentos sin disculpas, quiso que llegase el horizonte acogedor, quiso que las nubes la acogiesen en sus senos de espuma y algodón, quiso dormir y soñar, y vivir que estaba muerta y sonreír, quiso ser sin ser vista, y quiso ver sin haber muerto.
Quiso saltar y saltó.

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