martes, 8 de julio de 2014

El precio de la amistad

Cuando las horas bajas de la noche atormentan unos dedos empeñados en teclear, nada bueno puede suceder.

Todo tiene un precio y el de la amistad resulta incalculable, sin embargo, perder el tiempo en conquistar un corazón, una mente, un recuerdo, una mirada, una sonrisa, una ilusión, un desencanto,… ¿qué valor ha de tener si a la menor distracción, al menor error, a la menor incuria, buscamos la flaqueza del contrario, a quién quisimos entre algodones, y le damos como respuesta el dolor de un silencio a quien nadie quiere acompañar con frases de esperanza?
¿De qué ha servido entonces el placer del conocimiento, la estimada carga de humanidad desbocada, surgida impetuosa desde el letargo de un desaparecido sentido de camaradería y lanzada al abismo con los ojos abiertos, llamando a la esperanza a gritos?
Si tal vez de todo no ha de quedar sino el simple suspiro del viento entre ambos seres, y nada como un irreconciliable destino separado por la falta de interés que les empuje a caminar hacia polos opuestos, si nada de lo que se pudiera decir fuera suficiente y tanto dolería reconocerlo que la mejor salida no es sino silenciar los ojos para no llorar y por ello nadie dice nada y todo sigue su rumbo hacia lo desconocido y a nadie le quiere importar, entonces, todo valor que se le hubiese puesto, cualquier precio, por inverosímil que resultara, no habría servido de nada, y nada sería el resultado de la transacción.
Tal vez aquí radique la respuesta a la ignorancia más ancestral: la amistad no tiene precio, es tan inestable y tan sujeta a los hados que no merece la pena dar nada a cambio de ella.

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