miércoles, 2 de julio de 2014

El título

El ciclo de la vida, en ocasiones, puede ser un bucle al que sólo un pequeño desajuste permite la sucesión de otro punto de vista, o tal vez el mismo.

El frío helaba las manos del muchacho.

Entró tiritando, para recuperar el calor, en una de las cafeterías que salían a su encuentro, en la de siempre, se sentó en una de las mesas y soltó el montón de carpetas, apuntes y libros en los que había garabateado su nombre: Jesús L. C.

Pidió un zumo y deseó que no incluyesen hielos a su bebida; sus esperanzas fueron aplastadas con dos piedras transparentes.

La barra del bar permanecía oculta tras un grupo de empresarios maleducados, un puñado de profesores en su eterno recreo y un hombre solitario luchando por empezar su café entre los empujones de ambos bandos. Sólo cuando el aquelarre educativo se apiñó, para presuponer los modales de un tipo con aires de rastafari que acababa de entrar, tuvo la oportunidad de dar el primer trago. Una lágrima, retenida en el borde de la vergüenza, demostraba que aun estaba caliente. Al posar la taza abrió un pequeño libro de tapas negras y comenzó a leerlo.

El ambiente cargado había devuelto el calor a las manos del muchacho y, en un extraño y lento baile pensado sólo para dos, se quitó el jersey, procurando no despistar más su ajetreado peinado. Entre tanto, el grupo de empresarios había huido del local.

El hombre de la barra seguía concentrado en su lectura; la avidez con que sus maduros ojos devoraban una y otra página producía una sensación de vértigo en el joven, para quien el paso de las hojas se había convertido en el extraño tic-tac de un tiempo distinto.

Jesús encendió un cigarro, tomó un cuaderno y comenzó a describir todo lo que veía, absorto entre sus pensamientos y las imágenes que se agolpaban frente a su desquiciada mirada.

El frenesí de su inspiración se detuvo cuando el hombre terminó el libro. Apartándolo casi con miedo, pagó el café, ahora ya frío, y, tras cruzar sus ojos con la mirada incrédula del muchacho, se dirigió al aseo.

En ese momento, el joven se incorporó y se dirigió hacia la barra: necesitaba conocer el título de aquella condenada obra para poder terminar su manuscrito.

Llegó como un espíritu fugitivo; su cara pálida, los latidos zumbando en sus oídos, las manos sudando temblorosas... todo en él reflejaba su nerviosismo; entre otras afecciones, sufría de fobia social, por eso no se había atrevido a levantarse y preguntar al hombre sobre el maldito libro y por eso imaginaba las miradas de todos los allí presentes clavándose en su nuca.

La cubierta estaba desierta, ningún título grabado en la nocturna tapa. En un arrojo de locura abrió el libro, se asomó a su interior y quedó esclavizado.

Cuando concluyó, los eruditos profesores regresaban a sus tareas. Jesús se incorporó y se reflejaron en el espejo del fondo algo más de cuarenta años; al dirigirse hacia el aseo cruzó su mirada con la de un joven de ojos nerviosos.

El camarero retiró la taza y, antes de que el joven de la mesa se incorporase, guardó el libro entre las botellas de un estante, esperando a quien lo reclamase. Nadie salió del aseo, nadie preguntó por el libro. La curiosidad de un muchacho se disipó como el humo del cigarrillo que estaba apagando. 

Terminó el zumo, firmó el manuscrito que dejó sin título y se marchó.

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