sábado, 19 de julio de 2014

La hora de Ángel

Nunca un atardecer había durando tanto tiempo. El resplandor mortecino de un anaranjado astro a punto de extinguirse permanecía aferrado, por la punta de sus rayos, al inalcanzable y eterno horizonte. Era como si el tiempo no quisiera seguir con su discurso imparable.

***

Sin reloj, tratando de adaptarse a la lentitud de aquellos segundos, resultaba, cuando menos, una operación de imposibles senos, cosenos y cuadrados de hipotenusas saber la hora que era, por lo que, Ángel, decidió explorar en las profundidades de la razón y se aproximó a una joven de aspecto pulcro para resolver su duda.

La hermosa muchacha permanecía silenciosamente reclinada sobre un pedestal de un cemento ajado por el clima y por la edad, además de estar cubierto de un sutil aroma de mascotas de ciudad, cuyos dueños siempre estaban más preocupados por conservar un espacio propio que por dar libertad a sus animalillos.

Apenas oculto bajo unos paños ligeros, su cuerpo se insinuaba con serenidad y parecía seducir a cada ser que se acercara a su poderoso campo de atracción. La leve brisa que se deslizaba entre los árboles del parque, arrojando sutiles sensaciones de agradable frescor mezcladas en una serie de sonidos primaverales, parecía querer apartar un poco más el vestido de la bella dama, que ya mostraba algo más que una rodilla bronceada.

***
-Buenas tardes, - se presentó con elegancia- ¿sería tan amable de decirme la hora?

Ella no se inmutó, parecía no haber escuchado las amables palabras que tanto tiempo se habían entretenido en la cabeza de Ángel, nerviosas porque no estaban acostumbradas a dirigirse a los desconocidos.

***

Eran raras las ocasiones en que el muchacho, de aspecto desgarbado, con la melena descuidada en un remolino de trenzados caracolillos, salía al encuentro de la sociedad.

Su mundo era cerrado y solitario, apenas salía de la habitación, aunque no tanto debido al miedo a la gente, al barullo ciudadano, a la convulsiva humanidad que nunca se detiene por nada, su fobia era más bien por sentirse sólo entre tanto gentío; sin embargo, aquella mañana había sentido la necesidad de explorar los alrededores, una vocecilla en su interior le había empujado a ponerse unos pantalones que habría encontrado en algún armario, una camisa negra desteñida, de cuello mao, y sus zapatos roídos por el descuido. Antes de salir de la habitación no se miró al espejo, nunca lo hacía.

***

La femenina cara parecía tornarse de un color rosa carmesí, suceso que se antojó, en la mente inexperta de Ángel, como un efecto fisiológico propio de quien se siente avergonzado por un pensamiento inquieto, o por una posibilidad callada por el silencio de la inmoralidad autocensurada.

-Perdona,- quiso insistir utilizando un trato más cordial, pero sin pretender ofender- ¿tienes hora?
Impasible, alzada su mirada un poco por encima del crepúsculo, como tratando de entender dónde quería meterse el sol, ella mantenía sus labios sellados, pero sin perder la sonrisa.

***

Ángel se mantuvo en silencio, arrimado a la sombra cada vez más larga de la dulce joven, tratando de imaginar por qué no quería responder.

Tal vez no le entendía, tal vez la muchacha era de otro país, quizás de uno lejano, de un lugar maravilloso donde las palabras tenían otra forma, donde los colores respondían a otros nombres y los adjetivos, a pesar de significar lo mismo no sonaban sino como un mar de intrincadas siluetas desdibujadas de un cuadro de Van Gogh.

***

-¡Mira, mira!- asaltó un individuo tirando de la manga de la que parecía su reciente esposa- ¡Es Anabel!

-Sí…ya lo veo, cariño… venga... una foto y volvemos al hotel, ¿vale?- coqueteó con la mirada, con los ojos que sólo ellas saben poner, con esa sonrisa pícara a la que no se puede negar uno.

-Nada de fotos…- balbuceó ansioso mientras pellizcaba, sin vergüenza, el culito respingón de su acompañante- ¡vamonos ya!

***

Las risas contagiosas de la pareja resonaron durante un rato llenando el ocaso sepulcral del parque. Cuando se apagaron, Ángel ya había grabado el nombre de la desconocida en una libretita que guardó en el bolso de la camisa.

-Estúpidos- susurró Ángel saliendo de detrás del árbol que lo cobijó al llegar la dichosa parejita - no entiendo porqué la gente tiene que molestar siempre.

***

Anabel no hizo ningún movimiento, ni cuando casi rompen su eterna serenidad con unas fotos, ni cuando regresó a su vera el muchacho, con una información, escondida en su corazón, como un tesoro.

-Ya conozco tu nombre, - musitó el joven, asombrado por la frialdad marmórea de la muchacha- te llamas Anabel...

Ángel se mantuvo expectante, a la espera de cualquier movimiento, cualquier sensación, cualquier pequeño detalle que, por sutil que pudiera ser, se habría antojado un gran éxito en la cruzada a la que se había lanzado el joven; sin embargo, todo lo que pudo apreciar fue cómo el tono ruboroso de la bella muchacha se tornaba de un rojo rubí, incandescente y volcánico, del color del odio reprimido y la cólera a punto de estallar.

Ángel, temiendo que, tal vez, estaba comenzando a molestarla, quiso disculparse.

-No quería importunarte, de veras, solamente quería saber la hora que es.

            Anabel mantuvo su mirada apartada, huidiza, ajena a la voluntad férrea del joven, quien, continuaba manteniendo una distancia mediterránea, más propia de un acercamiento que de una separación pero, con el prudencial decoro, respetando el límite espacial de los desconocidos.

***

            El incómodo silencio femenino fue rompiéndose, sutilmente, por una jauría de chillidos lejanos y descoordinados. Poco a poco, aquella violencia aérea fue invadiendo el sacrosanto emplazamiento en el que, la extraña pareja, mantenía su unidireccional relación.

A medida que los ruidos empezaban a concentrarse sobre las cabezas de los jóvenes, Ángel se dio cuenta de que se trataba de los pájaros que solía ver desde la ventana de su habitación enredándose en juegos celestiales, torbellinos acompasados en perfecta formación, una nube negra que atravesaba el cielo de la ciudad con una extraña y sobrenatural puntualidad, ya que, con una sincronización de cuarzo más propia de humanos que de animales, surgían, de la nada, a la misma hora día tras día.

Ángel tenía, al fin, su respuesta, aunque no de los labios sellados de Anabel sino de los locos estorninos que habían aparecido en el parque. El problema era recordar a qué hora hacían su aparición; la última semana no se había asomado a la urbe, su persiana había permanecido cerrada, evitando el contacto con la realidad exterior, por lo que no había prestado atención a los puntuales acontecimientos que le otorgaba la naturaleza.

-Son estorninos,- comenzó a explicar Ángel- negros como la noche y con el pico amarillo. Son el anuncio de la naturaleza para que los animales vuelvan a sus casas a dormir o eso decía mi madre.

            En realidad nunca había conocido a su madre. Se había criado con su abuela ya que sus padres murieron cuando él no tenía más que unos meses de vida.

***

Cuando las farolas del parque comenzaron a encenderse, con un chasquido perfectamente compenetrado ejecutado de modo marcial, y pasaron del azul eléctrico a una especie de naranja sereno, el canto de las aves se fue rompiendo por ráfagas de silencios iluminados de noche.

El frío de la nocturna brisa, atravesada de los recuerdos aún cercanos de un invierno que apenas había pasado, puso la piel de Ángel ligeramente espigada. Recordaba que, al salir de la habitación, tuvo en sus manos una chaqueta de punto, ahora se lamentaba de no haberla traído finalmente, no tanto por él, sino por la posibilidad de ofrecerla a la dulce Anabel.

***

Alguien se acercaba por uno de los caminos del parque, sonaba divertido, era como si un grupo de críos salieran del colegio en pleno recreo, mucho barullo, pero completamente inocente.

Ángel se ocultó de nuevo entre las sombras de un sauce, a la espera de que aquel jolgorio se esfumase del mismo modo en que había aparecido.

-¡Mira!-gritó uno de ellos.
-¡Ahí está! ¿La ves?- acompañó otro -¿Está buena o qué?
-¡Qué, tía! ¡Qué guapa tan calladita!- y las risas y las burlas siguieron.
Las ofensivas palabras resonaban violentas en la cabeza de Ángel como si un tambor de dimensiones inhumanas hubiese sido golpeado con furia por un semidiós.

            No entendía porqué hablaban así, ¿se referían a Anabel?, ¿quién, en su sano juicio, se atrevería a hablarla así? No podía ver desde su nicho, pero comprendía perfectamente que nada bueno podía estar pasando.

            Nervioso, asustado, trató de encontrar en su interior un poco del valor del que tanto había escuchado hablar en la tele, aunque era complicado luchar contra su anquilosante fobia social.

Paralizado de dolor moral, sólo podía esperar que el tiempo, que hasta ese momento había transcurrido dulcemente lento, recuperase su ritmo y arrastrase lejos a los animales que se habían atrevido a profanar la honra de la hermosa dama.

***

Al cabo de un rato, las irracionales criaturas se cansaron de ofender y humillar. El estallido de unos cristales y unos pasos acercándose al lugar, veloces, disgregaron a los infames y disolvieron el aquelarre.

-¡Malditos cabrones!-gritó con furia Ángel al asomarse desde detrás del sauce.

***
-¿Quién eres?- interpeló un hombre alto y delgado, con un extraño uniforme de colores verdosos que, al amparo de las farolas, se antojaban ocres y amarillentos.
-Soy Ángel.
-¿Has visto a esos energúmenos?-le preguntó el acompañante del primero, un tanto más rechoncho y bajito.
-No, sólo les escuché gritando a Anabel.
            Los dos uniformados se miraron fijamente durante un instante, extrañados ante la desconcertante respuesta del joven.

-¿Qué hacías aquí?
-Sólo quería saber la hora y le intenté preguntar a ella- dijo señalando el cuerpo inerte tumbado en el frío césped.

            La pareja quijotesca volvió a mirarse con más incredulidad aún.

-¿Acaso creías que ella podía decirte la hora? Pe…pero…-y las palabras se apagaron en su boca antes de escupirlas-…pero si es una estatua- y comenzaron a reírse con tal estrépito que hasta los estorninos se despertaron y se lanzaron al cielo en busca de un paraje más sereno.


Aquella tarde, Ángel descubrió que las estatuas no saben la hora.

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