martes, 8 de julio de 2014

Punto de lectura

Hasta las notas más hermosas de un piano, pueden surgir con la belleza de unas manos expertas que quieran perder su precioso tiempo en guiar su melodía.

Volar hacia la inmensidad, hacia el imperio de la ilusión en el que la realidad se circunda de halos de esperanza entremezclados con sueños, en los que las formas no tienen límite y las leyes se flanquean con la facilidad en que un cuchillo atraviesa, a la hora del desayuno, la untuosa mantequilla, justo en el momento siguiente a los sueños; a eso dedicaba su vida, a eso la había dedicado siempre, y ahora, con el horizonte de la muerte casi alcanzado, no era tiempo sino de permanecer constante en su particular inconsciencia.

Dieciocho días después de su cumpleaños abrió la puerta de su garganta y expulsó de su interior todos los males que pudo y, entonces, se tumbó a reír con la risa de un niño, y con su ingenuidad a salvo, quiso seguir muriendo, pero la mano firme de una anciana maestra se abalanzó sobre su pupitre y la devolvió a la vida.

Y así, poco a poco, reconstruía un puzzle de lo que nunca la había pertenecido y, sin embargo, aceptaba de buen grado como propio, quizás porque en su vaga experiencia no hallaba la suficiente razón que la empujara a sentirse humano, o tan sólo, porque una vez reconocida su locura dejaría de existir, ni siquiera ella podía responderse, y no quería.

Una vez tomado el rumbo de su perdición, la anciana guió sus pasos en la dirección del conocimiento, llevándola de la mano por los senderos de la nostalgia y de la felicidad, parando a beber de la sabia y el saber de los árboles y comiendo los trocitos de nube que las aves del paraíso alcanzaban por ellas.

Recordando todo lo que su corazón sentía y aun sin saber si la verdad dolía más que la propia mentira que su creación irracional se empeñaba en rescatar como producto de su experiencia, seguía con su particular lucha por descifrar el tono de su vivencia, pero el porqué de las cosas depende tanto de las propias circunstancias que las rodean como del punto de vista de quien las mira, y para ser sinceros, nunca supo observar con atención, tal vez por eso no reconocía sino que ya nada podría hacer por deshacer lo que hasta ahora había logrado, ni lo bueno, ni lo malo.

Pero como siempre existe un final, y nada ni nadie escapa a la finita temporalidad que el infinito destino se empeña en proponernos, la anciano soltó su mano y se acogió a la piadosa mirada de un dictador reloj que la llevó volando entre sus brazos hacia un sistema solar lejano, desde el que las cartas no llegaban, por mucho que la niña las esperase cada día con lágrimas en los ojos.

Tal vez un poco más de razón hubiese bastado para comprender que su interés en revivir cualquier detalle pasado, cierto o no, no era sino un mecanismo para escapar de la certeza de su propio final, que llamaba a su puerta desde hacía casi tres semanas, y por eso también hacía oídos sordos a su señal, por eso y porque nunca había escuchado nada interesante, o tal vez no sabía recordarlo.

Y tanto esperó y tanto lloró, que cuando quiso darse cuenta su cara había sido erosionada por el empuje marino de su alma, ya había dejado de ser niña, ahora era anciana esperando que el horizonte se le mostrase en su inmensidad con tiempo suficiente para mostrárselo a una niña que se reiría tumbada bajo la inmensa ingenuidad de un cielo plagado de dudas y nubes de algodón.

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