sábado, 12 de julio de 2014

¿Qué va a ser?

Se acabaron las despedidas, una mañana de frío invierno, mientras el sol apenas asomaba un palmo sobre el horizonte, entre lágrimas y silencios, todo terminó, sin grandes finales de película, tibio y desesperadamente insensible, despojado de los mismos sentimientos que jamás lograron llenar su vida.

El vaho de los cristales impedía discernir más que unas sombras huidizas que indicaban que la ciudad quería poco a poco despertar, pero que aun tardaría un rato en despojarse de sus sábanas aterciopeladas de noche y estrellas, de luna y sueños mojados.

El despertador llamó a la puerta de su inconsciencia y lo apagó por rutina, por la misma rutina que hizo que se pusiera en pie en dirección al baño para ducharse, no sin antes encender, siempre por rutina, la cafetera. Siempre lo hacía igual porque apreciaba, como pocas personas saben apreciar, el olor del café reciente mezclándose con las fragancias húmedas del jabón de Marsella.

Justo al mismo tiempo en que terminaba de ponerse los zapatos, el gorgojeo del desayuno le esperaba en la cocina, apagó la cafetera, tomó una magdalena del armarito situado sobre los fogones, se sentó con la taza de negro estimulante y desayunó, por inercia, por rutina, por la misma estúpida rutina que le había sacado de la cama, del placer, de la inconsciencia, y lo había devuelto a la dolorosa realidad que tanto le costaba tragar.

Bajóa la calle y se dirigió hacia la parada del bus, sin prisa, como siempre, no sólo por el hecho de que no deseara llegar a su trabajo, sino porque, como cada mañana, tenía tiempo suficiente antes de que el inflexible horario del transporte público le pusiera nervioso. Al llegar a la parada se percató de que las farolas permanecían encendidas aun, hecho que le confundió ligeramente y, por un instante, frunció el ceño en un escorzo de consternación.

Al llegar el autobús, buscó la seguridad de su asiento de siempre, casi al final del vehículo y junto a la ventanilla, a la misma poca distancia del martillo de emergencia y del pulsador de aviso de parada, sin embargo, para su total desubicación, el trono de sus batallas diarias, la butaca de sus paseos matutinos, la mecedora que lo acunaba ligeramente relajándolo antes de la tediosa labor de cada día, estaba ocupada.

Miró con cierta tristeza hacia su usurpado espacio vital, sin embargo no dijo nada, todo estaba resultando extraño aquella mañana, así que se encogió de hombros como quien se pregunta a sí mismo qué más puede pasar, justo antes de que algo peor suceda.

Se sentó justo enfrente de su ritual matutino, si todo se había torcido aquella mañana no importaba el que le diese la espalda al mundo, y así, como en una ejecución rastrera, puso su nuca despejada para que el destino dictase su sentencia.

Entonces, cuando un repentino frenazo del vehículo lo abstrajo de sus pensamientos y lo devolvió a la realidad, pudo observar la vida desde otra perspectiva. La ciudad ya no era engullida por sus ojos de camino al trabajo, ahora sentía que se creaba en sus pupilas y que se deslizaba con suavidad como la tela de una araña que va siendo tejida poco a poco, cargando de matices antes indescifrables y de una paleta de ilusiones coloridas que días atrás parecían más bien diluirse, desdibujarse en una maraña de angustiosas bocanadas de humo gris. Casi se sentía con el poder de los dioses, capaz de crear a su antojo un mundo distinto, ni mejor ni peor, pero sí hecho completamente a su medida, a su imagen y semejanza, en fin, sabía que aquello no era posible, que era un sueño infantil, pero le hizo feliz la sola idea de aquella posibilidad, y sonrió, por primera vez en mucho tiempo.

La calle, renaciendo como cada mañana, parecía emerger de la oscuridad cubierta de una blanquecina humedad, como si al atravesar el cristalino de sus ojos se llevase poco a poco, a cada paso, un trocito de su alma, empapada de la gracia que viste de ternura a cualquier recién nacido, impregnada de la ilusión que se intenta retener en la mirada que atiende los primeros pasos de un bebé, bañada de un caldo de amor y de nostalgia.

El acompasado movimiento del autobús prosiguió y, con él, la soberbia imaginación continuó desarrollando el parto indoloro de unas calles y unos edificios que nunca antes habían estado allí, o no al menos como iban surgiendo tras sus pupilas.

Idealizados torreones, caminos azabachados jalonados de jardines y bosques y praderas sin final, ríos, lagos, mares y océanos surcaban su mente y, al instante, brotaban como cascadas y saltos de agua de sus abiertos párpados, así lo recreaba y su imaginación desbordada no parecía querer detenerse.

Entonces, cuando su ilusión había tomado el camino de la inconsciencia onírica, despojado de toda la razón que ata a los cuerdos a la insatisfactoriamente mundana realidad, su creación se cruzó de pleno con un muro insondable, un rostro completamente apagado, sin color,  imperturbable, con la vista clavada en un horizonte infinito que parecía haberlo embelesado.

La mirada inexpresiva de aquella fantasmal figura que se había atrevido a ocupar su lugar en la vida le recordaba algo, algo que aquella mañana había dejado lejos, a tal distancia que ni recordaba apenas lo que era, casi le parecía un retazo de su infancia por lo difícil que resultaba rememorar aquella época en que era un ser más de la polis, sin vida, sin ganas, sin deseos ni ilusión, sólo con un trabajo que vaciaba los relojes a tiempo de volver a casa a la hora de cenar.

Miró a los ojos opuestos, frente a frente y sin reparos, saltando por encima de todos los modales, aparcando su vergüenza a un lado del camino que los separaba y, en ese instante, toda su felicidad se derrumbó por los suelos y comenzó a comprender qué era lo que había sucedido.

Aquella mañana su cuerpo sin sentido se incorporó a la hora pero dejó atrás su alma, la razón de su vida escuchó el despertador pero quiso seguir durmiendo y así lo hizo, retrasándose el tiempo justo para llegar a la parada del bus unos minutos detrás de su organismo, entrando en el autobús y pagando entre su identidad y una mujer joven y hermosa, de rizos castaños, que hizo sonreir al adormecido conductor, y permitió que su desalmada corporeidad tomase posesión de su habitual asiento, relegando al alma a sentir la vida por primera vez, pero sin tiempo para que su receptáculo pudiese llegar a disfrutarlo.
Al llegar a su destino, el alma viajera se despidió en silencio y bajó, dejando un cuerpo sin vida sentado en su lugar de siempre, mirando hacia un horizonte al que ya nunca llegaría.

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