martes, 8 de julio de 2014

Sensible al cambio

Otra vez que vuelve la sombra de una pequeña victoria, corramos todos a evitar las fatigas de la inestabilidad y detengamos los cambios.

La levedad de aquella noche se elevaba sobre un mar de hielo y cristal, aliviando los calores inhumanos que surgían de las grietas de un cuerpo quebradizo que luchaba por conquistar un sueño olvidado.

Las horas muertas no querían silenciarse y, por ese motivo, un grupo de golondrinas  nocturnas se empeñaban en dar paso a los rumores de un goteo que no sabía arrojarse desde las distancias imposibles de un inhóspito deseo de libertad.

Sólo cuando, poco a poco, se acercaba la hora de los saludos, podía intuirse que nada había cambiado en aquel rincón, nada excepto un pequeño detalle, de talle sobrio a la par que elegante y distendido, con pedrería sencilla y natural, naturalmente enarbolada con hilos de seda y sales minerales.

Sólo en ese instante en que el despertar de la humanidad se convierte en devenir de miradas sin ojos y cafés en esquinas, se pudo ver el cambio sutil al que nadie ha de atender por no merecer la pena.

Y mientras tanto, la lucha a brazo partido de una pequeña historia que nadie ha sentido, ni cuando se ha podido observar bajo su misma sombra, siguió su curso, enfrentándose a los desafiantes pasos de la incondicional miseria de un nacimiento libre de polvo y paja, arrojando la primera piedra del pecado inconcebido.

Pronto llegaría su tiempo, cuando por fin ser una sóla con el astro rey, abrir sus brazos y alzarlos al cielo en un canto gospel, sin coro celestial, pero con su misma intensidad, blandiendo su hermosura desafiante ante las cascadas de despojos de una sociedad moderna empeñada en seguir deshaciendo lo que tantos años de tierra han desenterrado.

Sólo con la inclinación favorable de un padre naciente, reverenciando la sabia razón de la vida madre, aquél pequeño hueco del bosque de ladrillos y cemento se iluminó con la sencilla candidez de unos pétalos de león, brotando prácticamente de la nada y arrojando su grito de libertad a los cuatro vientos, sabiendo que su conquista no llegaría a oídos de nadie, a no ser que se detuviesen a mirar, y entonces, cuando todo su esfuerzo parecía abocado al fracaso, una mano anónima y enamorada la toma entre sus dedos y, sin un esfuerzo ni un perdón, corta el amarre umbilical que la une a la vida y la entierra entre el verdel desenmarañado de un recogido en trenza, y vuelve todo a su normalidad, porque así nada ha cambiado, y nada cambiará nunca.

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