jueves, 3 de julio de 2014

Ventanas en mi azotea

El amor es la única enfermedad a la que no buscamos cura, tal vez porque su ausencia está llena de efectos secundarios.

"Las cosas siguen siendo igual que siempre, nada ha cambiado". Esta frase marco un momento importante de mi vida, a partir del cual pude volver a mirar los recuerdos de papel que flotaban en el espacio ausente de mi memoria. Unas fotos viejas, de algún color indescifrable, eran imanes que atraían, a mi actualidad, aquellos pedazos de tiempo dejados atrás.

Miro la misma imagen de ayer; la poso en la mesita, cerca del cenicero en el que sigue consumiéndose algo de mí, y me asomo a la ventana: aquella tarde, rojiza de otoño, ha vuelto.

Los polos y camisetas de manga corta han dado paso a los jerséis y a los abrigos, y las sandalias se han hecho botas; los helados ya no se venden, ahora hay un hombrecillo en una casta de aluminio con los dedos negros, desnudos, atendiendo a un puñado de castañas, para venderlas en humildes, pero admirados, cucuruchos de papel de anuncios y noticias. El olor a invierno me hace cerrar la ventana.

Vuelvo a mirar la fotografía y mi pregunta resbala, en un susurro cálido, hacia el frío de mi soledad, como un suspiro de vapor en el viento: ¿quién puso ahí esa pistola?

Beso con pasión el único placer que me queda para el resto de mi vida, o del día al menos, y aspiro, igual que un vampiro, la última gota de vida, el último latido, la última calada de un cigarrillo al que sólo le queda el filtro chamuscado; lo aplasto con lujuria en el cenicero, recuerdo un "Polvo eres..." que me empuja, entre escalofríos, a refugiarme junto al radiador.

Al atravesar el humo que había sobrado a mis pulmones, penetro en la fotografía con un tropiezo; estoy mareado y quiero perder el equilibrio; me siento.

Observo aquel bodegón de cuerpos sin vida ni alma; ellos me miran desde el otro lado de un recuerdo perdido en la nostalgia de tiempos mejores, me deprecian con sus ojos vacíos, cargados de la indiferencia de quien mira sin estar.

Me incorporo a ese mundo fantasmal, inmóvil, y camino entre las marionetas muertas, buscando la respuesta a mi pregunta. Sobre la mesa yace, entre las manzanas, la causa de mi inquietud; la tomo entre mis dedos y siento cómo presiono mi sien con el frío cañón. El silencio de unas miradas pasivas no me quiere detener. Aprieto el gatillo y muero.

Dejo atrás el humo y vuelvo a la fría soledad de mis recuerdos, de mis estampas. Me siento junto al radiador, entre su protector abrazo cálido, y te espero otra vez, como siempre, nada ha cambiado, las cosas siguen siendo igual, estás muerto y ya nunca volverás, pero yo te sigo esperando y hoy, como cada día, con una sola preocupación: ¿traerás cigarrillos entre tus recuerdos, o como siempre, sólo el dolor de haberte perdido?

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