jueves, 21 de agosto de 2014

Aarón

Cuando nació, arropado por el frío glacial de unas latitudes tan lejanas y desconocidas, nadie se fijó en que era distinto. Era como todos, un poco más pequeño y delgado que el resto de los que habían nacido en aquellos días, pero no parecía sino un poco más desnutrido que ellos.

Con el paso del tiempo, las diferencias con los otros se fueron acrecentando; primero de forma sutil, con más enfermedades que el resto, de nuevo debido, probablemente, a la falta de alimento, luego con una diferencia apreciable de estatura y complexión y, finalmente, con un claro y marcado deterioro de su plumón, sin nacimiento de plumas nuevas, el pingüino Aarón, era incapaz de disimular que, simplemente, desaparecía dejando zonas desnudas en su sensible piel.

Todos los demás pingüinos lo esquivaban, temían que les contagiase su mal, y sólo unos pocos lo miraban, pero lo hacían con desprecio, como si el pobre Aarón fuese culpable de sus propias desgracias.

Unos meses después de nacer, todos los jóvenes se zambullían por primera vez en el mar, en busca de diversión y sustento, todos menos Aarón, quien, desprotegido del abrigo de un plumaje mullido y aislante, sólo podía quedarse al borde de la isla de hielo, mirando al cielo y llorando su impotencia.

Entonces entendió ver, en el vuelo de los alcatraces, la vida que ansiaba; él era distinto, lo sabía, pero eso no tenía que ser un problema, sino una oportunidad, y con ese pensamiento rondando su cabeza comenzó a idear un plan.

Cuando los jóvenes se sumergían, Aarón trepaba una ladera cercana a la costa en busca de plumas de distintas aves que habían anidado allí, también recogía algunas algas que la marea atrapaba entre los rompientes de la orilla y, oyendo las risas de sus congéneres, fruncía el ceño y soñaba, sintiendo que algún día, llegaría su turno.

Al cabo de un año, mientras todos dormían, Aarón ascendió hasta lo alto de la colina, llevando consigo un pesado fardo en el que escondía su gran tesoro, su futuro, su esperanza y su venganza.

Al llegar a la cima, desplegó un fabuloso manto de plumas, inmenso, desproporcionadamente blanco y puro, se lo puso sobre los hombros y, cuando los primeros rayos comenzaron a despuntar, Aarón agitó el cuerpo y desplegó toda la fuerza de sus alas, alzando el pesado armazón sobre su cabeza y reflejando con esplendor toda la luz del astro.

Los pingüinos, que se habían burlado de sus disminuidas facultades, despertaron asustados por la ingente claridad que se cernía sobre ellos. Sin saber a qué era debido, algunos trataron de huir en todas direcciones, golpeándose con violencia unos contra otros, quedando, inconscientes e incluso heridos, tirados sobre sus propias heces y orinas. Otros, simplemente no lograron salir de su estupor y, presas de un pánico indescriptible, tan sólo dejaron de vivir.

Aarón no estaba satisfecho, aun quedaban algunos, así que tomó impulso, se lanzó en picado desde lo alto y, batiendo las alas de su nuevo traje, comenzó a volar.

Ascendió con firmeza, en busca de los rayos que se alargaban desde el horizonte; su esfuerzo podía costarle la vida, pero él sabía que nada lo detendría, ni la muerte podría evitar que la rabia contenida por todas las humillaciones sufridas, quedase sin venganza.

Batió con fuerza las alas hasta tocar el cielo y, desde lo alto, miró hacia abajo, y observó cómo aquellos empequeñecidos seres que fueron su prisión moral, lo imploraban con lágrimas en los ojos. Pero él ya había llorado, más que todos ellos juntos, y había sido por su culpa, así que, sin contemplaciones, abrió de par en par su armazón y capturó los dedos solares entre sus brazos.

Volvió a batir sus extremos emplumados, una sola vez y lanzó, como flechas del infierno, los rayos que había atrapado contra las promesas de piedad y las angustias, contra las mentiras y las burlas.

Permaneció en lo alto, viendo cómo los cegadores impactos destruían las vidas que le habían marcado, que le habían aislado, que le habían dejado a un lado como a un ser inferior, incapaz, y disfrutó de la dantesca desesperación que había creado.

Entonces, sólo durante un instante, dejó que una lágrima se deslizase por su mejilla, se escapaba sin razón, sin derecho, nada había por lo que estar triste y mucho menos por lo que llorar. Trató de limpiarse con un brazo, pero pronto asomó otra lágrima del otro lado y pronto otra más y siguió así, hasta que comprendió que el llanto era imparable.

Desconsolado, abatido, asustado y avergonzado, tapó su rostro con las manos, dejando de volar, y cayó, con fuerza, con estruendosa claridad, golpeándose contra la dura realidad de la conciencia y murió entre quienes nunca dejaron de ser los suyos, aunque jamás supieron demostrarlo.

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