miércoles, 27 de mayo de 2015

En coma

El viento soplaba con fuerza sobre su cara y producía, en sus oídos, un pitido parecido al de una tetera. El paso de luces y sombras, en rápida sucesión, le hicieron sentir que cruzaba los cimientos de una montaña a través de un túnel, sin embargo, tenía la sensación de estar parado, completamente estático, como si el tiempo no tuviese conciencia de su velocidad y, en ese instante, un escalofrío de terror le hizo mirar hacia abajo.
Dicen que cuando sueñas con una caída, despiertas justo antes de llegar al suelo.
Puso las manos, en un ingenuo intento de evitar la muerte, pero caer, desde el piso veinte del Empire State, no tiene fácil solución.
En el preciso instante en que las yemas de sus dedos tocaban el suelo, éste desapareció, abriéndose un oscuro e interminable hueco que atravesaba a demasiada velocidad.
El frío y húmedo pasillo comenzó a hacer mella en sus extremidades, llegando a congelar la punta de sus dedos y su nariz, agrietando sus labios hasta dejarle un extraño rictus mortuorio.
Perdió dos falanges antes de llegar al núcleo de la tierra.
El calor, que pasó de insoportable a crepitante en pocos segundos, comenzó a derretir las suelas de sus zapatillas, la correa del reloj que le quemó la muñeca y, poco a poco, hasta su propia piel y carne estaban rezumando los líquidos internos. Para entonces, sus ojos casi habían estallado y sus pulmones ardían al respirar aquel aire incinerador.
Pero siguió su camino, mortalmente vivo, sintiendo cada nervio de su cuerpo lanzando señales de auxilio a un cerebro que estaba a punto del colapso.
Volvieron la humedad y el frío y, a pesar de perder un trozo de su rostro y otra falange, sintió cierto alivio en la piel.
Una tenue luz que llegó a sus apagados ojos y la certeza de que su velocidad comenzaba a disminuir, le hizo entender que el final estaba a unos pocos segundos. Armado de valor, decidió que, en cuanto saliese de aquel pasillo infernal, se agarraría al primer elemento que encontrase.
Una farola, un alféizar de una ventana, un tendal y una antena parabólica surgieron al otro lado, sin embargo no logró asirse a ninguno de aquellos salvavidas y ascendió una altura de unos setenta metros, antes de detenerse definitivamente, en lo alto, en su silencio, en un vacío hasta de gravedad que le sobrecogió.
Entonces, sin más posibilidades que las que Newton había mostrado a la humanidad, comenzó, de nuevo, a caer.
El viento soplaba con fuerza sobre su cara y producía, en sus oídos, un pitido parecido al de una tetera.

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