sábado, 22 de agosto de 2015

La carrera

Llueve una negra noche sobre la ciudad dormida. El susurro de las estrellas mece dulcemente la mortecina luz de las farolas, creando ondas de maravillosas y fantasmales sombras arbóreas que trazan, sobre la adoquinada calle, bailes intangibles de silenciosa armonía.

El eco de unos pasos rompe la solitaria llamada del olvido y anuncia la llegada de unas largas y hermosas piernas, cansadas de otra ronda de manoseos y piropos innombrables.

Irrumpe, en medio del vals de la acera, un precioso cuerpo, perfectamente femenino y definido, con una falda innecesaria y excesivamente ceñida y corta y una blusa trasparente, tanto que apenas deja espacio a la imaginación. De sus desnudos brazos, cruzados sobre el torso, en vano intento de repeler el frío húmedo con el que este otoño anuncia su ocaso, cuelga un bolso pequeño, meticulosamente combinado con sus zapatos de tacón vertiginoso.

Su rostro, fino, delicado y estelar, ha perdido su angelical pose y advierte, sin fisuras, el rencor y el hastío de un cansado ser; donde hubo sonrisa y ojos anfitriones, ahora solamente queda una fina línea, apenas apreciada salvo por el diminuto brillo rojo de su lápiz de labios que forma una horizontal certera, y unos ojos coronados por cejas en pugna por alcanzar su operada nariz.

Su mente vaga demasiado ocupada, tal vez recordando al imbécil de turno que le tocó aguantar hoy, porque no ha advertido que, tras ella, los ecos de su camino comienzan a repetirse.

Se detiene y busca en su bolsito un cigarro, lo saca, junto al mechero publicitario de algún pub, y lo enciende con una gran calada, sintiendo todo el humo recorriendo su tráquea en dirección a los pulmones.

Los pasos se detienen tras ella, lejos aun, pero lo suficientemente cerca como para ser advertidos. Al mirar en su dirección no ve a nadie, la calle permanece en el mismo vacío silencioso que acababa de cruzar, sin embargo, nota cómo su pulso se acelera, como si algo no estuviera bien, sin poder explicar qué es lo que ha hecho que un escalofrío recorra su bonita espalda.

Vuelve a caminar, aferrada a su diminuto bolso, como si de un escudo se tratara, y con el cigarro entre los labios, al rojo vivo, exhalando bocanadas de humo, pero sus pasos son, de nuevo, absorbidos por los pasos de alguien más, detrás de ella, cada vez más fuertes, cada vez más cerca.

Apenas le quedan un par de calles para llegar a su portal, así que le da un último y profundo beso al pitillo y acelera su caminar tanto como sus delgados tobillos le permiten. Nota cómo la distancia no sólo no aumenta sino que, incluso, disminuye, y teme darse la vuelta y ver a su perseguidor a punto de darla alcance.

De pronto, la calle se ilumina y resuena el viejo motor diésel de un taxi, está salvada.

Al subirse, le pide al chófer, mientras revisa desde la ventanilla trasera del auto, que arranque hacia donde sea. El conductor no responde, cierra puertas y ventanillas, desconecta la emisora y apaga los indicativos de servicio público.

Se recuesta sobre el asiento y se descalza, relajada; sus doloridos pies ya apenas tienen sensibilidad, de no ser así, probablemente debería notar el suelo húmedo y pegajoso que pisaba.

Seguramente, de no estar tan cansada, se preguntaría si esa mancha que hay en el techo del habitáculo es sangre.

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