martes, 29 de septiembre de 2015

La ley del reverendo.

La cuerda se balanceaba ligeramente, desde la rama de un viejo árbol.
La brisa fresca soplaba de las montañas nevadas del norte, el territorio donde vivían los monstruos de las historias que las madres contaban, a sus niños, cuando los acostaban en la cama.
Era domingo y Tom, el pequeño hijo mestizo del sheriff J. Wallace, jugaba en el río, antes de la hora de comer, mientras su madre tendía la ropa.
Vivían a media hora a caballo de Coloma, en una cabaña con unos acres de terreno de cultivo y un par de mulas para el arado.
Unos años antes, cuando su hijo aún no había nacido, tuvieron ganado pero, para una mujer, llevar las cosas de la casa y criar a un bebé ya eran demasiado trabajo, al menos eso le dijo John, una noche, mientras acariciaba la barriga donde crecía Tom.
Shasta nunca le dijo a su marido que se sentía insegura en aquel paraje, sin embargo, ella sabía que sus tierras estaban demasiado lejos de la justicia impartida por él.
Coloma, a pesar de ser una de las comunidades más tranquilas y prósperas de todo el Condado de California, lo primero gracias al sheriff y sus ayudantes, lo segundo gracias a la abundancia de pepitas de oro provenientes de Sutter's Mill, estaba poblada por gentes demasiado recelosas y, absolutamente todas esas personas, fieles creyentes y fervientes adoradoras de los oscuros y acusadores sermones dominicales del reverendo William Clay.
Precisamente, aquella mañana de domingo, el reverendo había hablado, había gritado, había acusado y sentenciado a todos aquellos sucios e inmundos seres que vivían semi desnudos, pintados con extrañas marcas, salvajes incivilizados e infieles productos nacidos del vientre de Satanás.
Sí, habló de los indios que vivían en las montañas, aunque nunca se habían acercado a Coloma. Insultó a aquellos adoradores de otras fuerzas, a quienes nunca habían aceptado la "verdadera" fe y, en su furia religiosa, en su sermón envenenado, señaló al peor de los infieles, a quien retozó con una salvaje y, fruto de aquél pecado, trajo al mundo a una bestia sin alma.
"Amén" fue la respuesta de todos los feligreses.
La cuerda se balanceaba ligeramente, desde la rama de un viejo árbol, a mitad de camino entre Coloma y la cabaña donde Shasta y el pequeño Tom esperaban a que llegase John para comer.
El cuerpo del sheriff, sin vida, colgaba de uno de los extremos de la soga.

jueves, 17 de septiembre de 2015

La mansión Crow Mirror

Capítulo VI: Un cigarro, un whisky y una extraña.

-¿Sr. Mongabay...? ¿Monsieur...?

Una fría y fina mano me tomó del brazo, era Linda, me miraba con la cara desencajada, como si hubiese visto un fantasma.

-¿Sí? -respondí tratando de no mostrar mi desorientación.

-Le indicaba que su habitación está al final del pasillo de la primera planta, bajo estrictas "recomendaciones" del señor Cromwell. Nuestra mejor habitación.

-Claro, claro, al final de pasillo...primera planta...- repetí mientras tomaba la llave que me ofrecía.

Me giré hacia la escalera, adornada con una alfombra de aspecto envejecido que recorría todos los escalones. El pasamanos, de madera de roble, brillaba bajo la araña del hall.

Metí la mano en el bolsillo de la americana y saqué el paquete de Lucky. No quedaba ni un cigarro. Lo estrujé y lo devolví a su lugar de partida con una mueca en la cara.

-Perdona, belleza, ¿hay manera de encontrar algo de beber y un pitillo en este "encantador" hotel?

-Tiene un paquete de tabaco en la mesita de su habitación. En seguida aviso a mi marido para que le suba una botella de bourbon, si le parece bien.

No respondí, supuse que el silencio otorga y que aquella mujer ya no quería escuchar ninguna de mis apreciaciones. Por el momento, era mejor dejarla tranquila, tal vez, cuando bajase a cenar, trataría de sacar de nuevo el tema de Clarise.

Mientras subía las escaleras, me preguntaba porqué había vuelto a mi cabeza ese extraño sueño de muerte, esclavitud, demonios y brujería. Nunca me había sucedido despierto, siempre me asaltaba en mitad de la noche y me despertaba empapado en sudor, como si yo mismo hubiese corrido entre aquellos demonios hambrientos de venganza, pero esta vez me vino en plena conversación y, por desgracia, ni siquiera pude escuchar la respuesta de Linda, a pesar de que la sabía de antemano.

La habitación del hotel estaba decorada con cierto encanto maternal, sin ser especialmente femenina ni pomposa, pero sí muy acogedora. Necesitaba asearme antes de bajar a cenar, así que llené la bañera hasta que el vapor cubrió por completo el espejo y la ventana.

Conecté el aparato de radio a tiempo de escuchar los últimos compases de Hobo Blues, de John Lee Hooker, mientras abría el paquete y me encendía, con una cerilla, un Lucky que llenó de calor mis pulmones. Algo de Muddy Waters sonaba mientras me sumergía en el agua, dejando el pitillo del otro lado de la bañera.

Alguien golpeó la puerta de la habitación y supe que llegaba mi deseada bebida, así que me limité a gritarle al camarero que dejase la botella sobre la mesa y me sirviese un vaso para cuando saliese.

-¿Lo quieres solo...?- me preguntó una aterciopelada voz femenina desde el quicio de la puerta- ¿...o acompañado?

La voz salía de unos labios rojos como la sangre, los cuales adornaban, con su sensual sonrisa, una de las caras más hermosas que había visto en mi vida. Su cabello, del color de la noche, se ondulaba con elegancia sobre unos desnudos hombros, de los que apenas colgaban unos finos tirantes que sostenían un sedoso vestido negro.

-Cariño, es posible que me arrepienta de mi respuesta, pero lo quiero solo, aunque si te marchas me voy a sentir muy triste.

- Señor Mongabay, he venido a pedirle que se marche de este lugar y que abandone este "encargo". Puedo ser todo lo "persuasiva" que usted quiera.

-Cielo, si no te importa, llámame Peter, creo que en estas circunstancias puede decirse que la fina línea que separa la familiaridad de la educación ha sido cruzada con creces- dije mientras me incorporaba de la bañera- por cierto, aun no sé tu nombre.

-Claro, Peter, puedes llamarme como quieras. Toma tu whisky- me dijo mientras se acercaba a la bañera con un vaso en una mano y la botella en la otra.

Tomó mi cigarro y lo llevó a sus labios, me sirvió el bourbon y dejó la botella sobre el lavabo al tiempo que apagaba el pitillo.

Se soltó los tirantes del vestido, que cayó con suavidad al suelo, y entró en la bañera rozando mi piel con sus perfectamente esculpidos pechos.

La radio emitía una canción de Sarah Vaughan, "In a sentimental mood" y todo, absolutamente todo en aquel instante, me advirtió de dos cosas: la primera es que estaba seguro de que aquella noche no proseguiría con mi investigación, la segunda es que me quedaría sin cenar.

jueves, 3 de septiembre de 2015

Miedo cristalino.

Los primeros rayos de sol se abrieron paso desde la escarchada montaña, acariciando, con su tibieza, las gotas de rocío que se deslizaban, mansas, hacia el río que serpenteaba a sus pies. Algunos pajarillos adornaban el rumor del agua con sus cantos matinales pero, por lo demás, el bosque parecía no tener ninguna prisa por despertar.

El día había comenzado fresco, cristalino y limpio, como tantos otros días, sin embargo, algo parecía estar fuera de lugar, no sabía bien qué podía ser, pero notaba que algo malo estaba a punto de sucederme.

De pronto, sin previo aviso, una tremenda punzada pareció atravesarme el cerebro. El agudo dolor, que ya me perforaba el ojo, me paralizó un instante que se hizo eterno y, sin más, un extraño pánico me hizo estremecer e intenté huir hacia cualquier lugar, lejos de aquella pesadilla.

Me retorcía con espasmódicos movimientos, encogiéndome y saltando por igual y, sin sentido, volvía a lanzarme en una enloquecida carrera en todas direcciones, sin poder escapar de aquel tormento.

Pronto, la cristalina mañana comenzó a nublarse, adquiriendo un extraño tono rojizo y un cierto aroma a hierro, o al menos ese es el recuerdo que tengo, ya que es posible que, en aquella enajenada secuencia del tiempo, nada fuese realmente lo que yo creía.

Los minutos detenidos transcurrían como años, el rumor del río ya no jugaba con los pajarillos ni serpenteaba, y el sol, al borde de la montaña, se había parado a observar mi locura. Solamente existía aquel dolor, aquel desgarrador y profundo dolor.

Entonces, cuando ya no podía más, cuando mi exhausto cuerpo se rindió, en ese preciso instante, sentí que mi vida ya no me pertenecía y cesé mi lucha contra el destino. Me dejé arrastrar por la corriente de la desidia y esperé a que el final llegase pronto, deseando que la muerte me tomara en sus brazos y me alejara de aquel terrible sufrimiento.

Me vi volar, vi alzarse mi cuerpo como si el mismo cielo tirase de mí con fuerza, vi mi propio reflejo salpicando la orilla del río y vi algo más que nunca olvidaré.

Un extraño ser, de proporciones gigantescas, un dios, portador de una extraña vara larga, me tomó con una de sus manos y, dejando a un lado su báculo celestial, sacó de mi alma aquella destructora punzada con precisión quirúrgica, me susurró unas palabras en algún idioma que nunca antes había oído y me devolvió al río.

- Pero, abuela, ¿ya no te duele, verdad?

La anciana carpa sonrío a su nieto y se alejó nadando, elegantemente tranquila, para ver, con el único ojo que le quedaba, cómo los primeros rayos de sol llegaban desde el otro lado del monte Fuji.