Ya no quedan ventanas encendidas.
No hay sonidos en la calle, salvo el canto de algún grillo que no se ha percatado de que el invierno no se fue y sus posibles parejas estarán postradas en sus lechos glaciares, frías e impertérritas, a la espera de tiempos mejores.
No queda nadie despierto, ni las lechuzas vuelan a estas horas de la noche.
Ya ni el tiempo pasa, aunque sus pasos resuenen en el silencio de esta casa dormida, y yo, vencido por un mar de sueños, dominado por una imposible realidad, sigo tumbado, sólo acostado y solo, sin saber qué hacer con las horas ya perdidas.
Ya la noche está roncando, hasta la luna ronca, y las estrellas, que no roncan porque soy demasiado bellas para hacerlo, se limitan a dar pequeños rebufitos, apenas audibles, entre destello y destello.
Mi sol y mi cielo duermen, soñando con mundos distintos, ajenos e, incluso, prohibidos, pero yo sigo sin poder pegar ojo, sin poder conciliar ni sueño ni descanso, sin poder abrazar a Morfeo y pedirle un último deseo.
Ya toda la vida se ha dormido y yo, sabiendo que nunca más volveré a despertar, muero por soñar otra vez junto a los míos.
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