Recuerdo que un día me metí en mi cuarto y cerré la puerta de un golpe, para que nadie me molestara. Aquél día me había enfadado mucho porque ni papá y ni mamá podían llevarme al parque y yo quería ser más
grande para irme solo a jugar, así que, para animarme, Carola me contó el cuento de…
El pez que quería ser
pájaro.
Hace muchos, pero que muchos años,
demasiados como para recordar cuándo pasó ciertamente, nació, de un pequeño
huevecito, un pez que quería ser pájaro.
Todo ocurrió en el lecho de un lejano
mar, no demasiado profundo.
Allí abajo nació un diminuto pez,
junto a sus doscientos noventa y nueve hermanos y hermanas, de uno de los trescientos
minúsculos huevecitos que su mamá había puesto entre unas rocas del fondo
marino, muy cerca de un frondoso jardín de algas deliciosas, justo al lado de
una preciosa montaña decorada con corales y conchas de hermosos y brillantes
tonos.
Desde aquel precioso hogar podía
ver la inmensidad del mar abierto, con sus distintos verdes y azules, la gran
diversidad de peces de tantas formas y colores, la maravilla de los rayos del
sol atravesando las tranquilas aguas y la delicadeza de los bailes de las
algas, mecidas por las suaves corrientes.
Todo era perfecto, todo era
hermoso, todo era como tenía que ser.
Bueno, en realidad no todo era
como debía porque, de aquellos trescientos pequeños huevecitos de los que
habían salido trescientos diminutos pececillos, uno, solamente uno de ellos, el
protagonista de este cuento, había nacido distinto, o al menos eso sentía él.
Desde el principio de su vida,
Tuín, que así se llamaba, había sentido que el mar era demasiado pequeño.
El mundo tenía que ser mucho más
grande, ya que, a pesar de su diminuto tamaño, necesitaba conocer mucho más que
aquel líquido infinito, por muchos azules y verdes que tuviese.
Por mucho que sus hermanos y
hermanas tratasen de convencerlo, Tuín no hacía caso y, poco a poco, dejó de
jugar con el resto de pececillos y se buscó un pequeño agujero, en un saliente
de la montaña, donde refugiarse para pensar en sus cosas.
Así fueron pasando los días, y los
días dieron paso a las semanas, estas a los meses y aquellos a los años...y
Tuín seguía escondiéndose cada vez que oía a alguno de sus hermanos acercarse.
Una mañana, cuando nuestro pececillo aún
dormía escondido en su hueco, un extraño ruido, parecido a un grito, pasó como
una exhalación muy cerca de su escondite. Tal fue el sobresalto de Tuín que se
despertó con las escamas de punta del escalofrío.
Cuando recobró el aliento, se
asomó con sigilo para ver qué había hecho aquel ruido, sin embargo, solo pudo
ver lo que parecía una flecha de brillante plata dirigiéndose directamente
hacia el sol.
Un montón de burbujas, mucha
espuma y, de pronto, silencio absoluto.
“¿Qué era eso?”- se preguntó Tuín,
un poco asustado pero muy intrigado.
Pasó todo el día pensando varias
respuestas, se le ocurrían infinitas posibilidades: tal vez era un pez súper
rápido, tal vez era un extraño rayo provocado por una nube que se había puesto
a bucear, tal vez era…
Ninguna de sus ideas le parecía
buena y, aunque no quería jugar con sus hermanos y hermanas, decidió salir de
su escondite y preguntarles si habían visto lo mismo que él.
Hay que explicar que Tuín, a pesar
de ser un poco huraño debido a vivir durante tanto tiempo aislado, era tan
concienzudo que le preguntó a todos sus hermanos y a todas sus hermanas sobre
aquél fenómeno, pero nadie había visto nada de lo que él les describía. Al
llegar la noche, Tuín decidió volver, sin respuestas, a su escondite.
Decidido a descubrir qué era
aquello que lo había despertado, quiso quedarse despierto toda la noche pero,
asomado a la entrada de su rinconcito, los rayos de luna que se deslizaban
hacia el fondo, mecidos por las suaves olas, le empezaron a adormilar y,
finalmente, quedó profundamente dormido.
Se despertó con un sobresalto,
asustado por un chasquido intenso que pasó casi rozando su naricita, llenando
todo de brillantes destellos de luz.
Tal fue el susto que se llevó que,
de un brinco, se estampó contra el fondo de su cueva y quedó tan desorientado
que no pudo salir a ver aquel extraño objeto hasta que ya era demasiado tarde y
sólo quedaban unas cuantas burbujitas que señalaban el camino por donde había
salido del mar aquél rayo.
“¡Menudo desastre!”-pensaba Tuín, enfadado por no haber
descubierto el enigma, así que se metió en su cueva y no volvió a salir en todo
el día.
No salió ni para desayunar, ni para comer, ni para merendar y, a
la hora de cenar, algunos de sus hermanos y hermanas, con mucha preocupación
por si le había pasado algo, le llamaron para que saliese a comer con ellos o a
jugar o, simplemente, a estirar las aletas, a lo que él contestó con un grito:
-¡No quiero, no quiero, no quiero!
Varios días pasaron mientras Tuín, cada vez más enfadado, pensaba la
manera de descubrir qué era aquella extraña figura resplandeciente pero, cada
noche, un poco antes de que volviese la fulgurante figura, se quedaba profundamente
dormido.
El enfado se fue, pero su corazón se llenó de una profunda
tristeza; aquellos primeros días de su vida en los que había deseado conocer
otros mundos se habían olvidado, su cabeza sólo podía pensar en aquél secreto
indescifrable.
Al final la pena pudo con él y se dejó llevar, completamente
abatido, hacia el fondo de su cueva, para no volver a salir nunca más.
Pero nunca es demasiado tiempo, nunca es tanto tiempo que ni el
propio tiempo sabe hasta cuándo puede durar, nunca es algo que nadie debe esperar
y, por fin, una mañana en la que Tuín permanecía oculto entre las sombras de su
rincón, escuchó una voz que le llamaba:
-Ven Tuín, ven a descubrir.
Era una voz familiar, una voz que parecía sobresalir de entre un
zumbido estremecedor, una dulce voz que reconocía a pesar del estruendo que se
acercaba a su entrada, una voz que le empujó a salir de su oscuridad.
De repente, una aleta plateada lo envolvió y lo llevó consigo
dentro de un torbellino de ruidos, destellos plateados y millones de burbujas, y Tuín cerró los ojos
asustado y empezó a nadar con todas sus fuerzas.
Trataba de nadar hacia abajo, pero algo le empujaba hacia el lado
contrario, trató de escapar por un lado y por el otro, pero chocaba cada vez
que lo intentaba.
Sólo le quedaba una salida, ir hacia arriba, hacia donde le
llevaba aquél monstruo que lo había sacado de su silencio.
Así que nadó. Nadó con fuerza hacia arriba. Tan fuerte nadó que
llegó a la punta de torbellino. Tan fuerte siguió nadando que logró salir del
encierro y, cuando ya se sintió libre y a salvo, miró hacia atrás para ver qué
era aquel ser que quiso devorarlo.
Trescientas figuras de plata, como trescientas pequeñas flechas,
en perfecta formación, lanzadas desde el fondo del mar, nadaban hacia él y,
delante de todas, nadaba su madre, la voz que le llamó, la voz que le rescató
de su soledad.
Por fin lo entendió: aquella ráfaga que cada mañana le despertaba
eran sus doscientos noventa y nueve hermanos y hermanas nadando a toda
velocidad junto a su madre.
Tuín, ahora feliz, decidió unirse al juego pero, lo que no sabía
es lo que iba a suceder. Tanto y tanto estaba disfrutando de aquél veloz viaje
que, sin apenas darse cuenta, estaba llegando al final del mar, al borde que
separaba lo conocido de lo desconocido, estaba a punto de salir a la
superficie.
Entonces miró a su madre, quien le devolvió la mirada con una
sonrisa llena de comprensión, y la vio desplegar unas aletas poderosas, largas
y anchas, tan grandes que parecían alas.
Al mirar a su alrededor, descubrió que todo el grupo hacía lo
mismo y, sin darse cuenta, justo en el preciso instante en que su cuerpo salió
disparado del mar, atravesando olas y espuma, abrió sus aletas y comenzó a
volar.
Desde aquella mañana, Tuín no volvió a su cueva, nunca más se
sintió distinto y comprendió que, tan sólo, hay que tener paciencia y esperar a crecer para que
las cosas sucedan cuando tiene que ser.